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feranza

La Rueda

Pasan los días, llega febrero. Se repiten los mismos pasos sobre las mismas aceras. Busco abrigo bajo las mismas mantas. En un rincón de la casa, arrimo mis piernas al calor del radiador. Fuera, como una postal de invierno en la ciudad, la carretera permanece desierta, los árboles pelados, sin pájaros, sin hojas, el mismo tono, igual ambiente. Subo las escaleras desgastadas del bloque, el mismo olor me saluda al llegar a casa. La habitación oscura, fría, la cama deshecha. En la estrechez de la cocina, me frío un huevo con el fuego del anafe. La llama me reconforta, una pequeña llama que es mi reflejo ahora delante de la vida: una pequeña llama. Fuera, dentro de mí incluso, hay decenas de cosas, de ilusiones de ahora y de antes, de ilusiones potenciales que me harían sentir bien, de estampas que llegan a mi memoria como hojas abiertas de un álbum de fotografías. Pero ahora esto no me sirve. Un manto de hielo recubre mi mente. Mi alma dormita en un mal sueño con pesadillas.

El día muere con el teléfono en la mesita, el despertador a punto, programado, cerca de la una de la noche, para su timbre de las siete de la mañana. La helada recubre el parabrisas del coche y tengo que frotar con una pequeña pala de plástico para poder ver. El hielo, que recubría la chapa y el cristal como una gasa brillante, sale en forma de polvo, descubriendo un interior vacío. Salgo de noche, por la misma avenida, algunos semáforos, algunos coches madrugadores, el camión de la basura, pocos bares abiertos, las luces amarillentas del alumbrado público… Rodeo cuatro o cinco rotondas y cuando menos lo espero, ya estoy otra vez aquí sentado para ver como amanece delante de mis ojos sin sentir su despertar, como un mal amante que no reconociera el perfume de su amada.

Talavera la Real, 3 de febrero de 2011

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