Fotografía en el MEIAC
Hay una exposición de fotografías sobre el tema del flamenco en el MEIAC de Badajoz. España, Andalucía, finales de los sesenta, década de los setenta y algunas de los ochenta. Son fotografías realizadas por autores extranjeros. Uno de ellos aparece en una toma vestido al modo anglosajón de esa época: pantalones con campana, camisa ceñida, bigote… Aparece al lado de un hombre rudo, con chaqueta y corbata, español, con aire de socarrón, curtida la cara, cigarro entre los labios. El chico fotógrafo puede rondar los veinticinco años y el que posa a su lado, los cincuenta. He sentido nostalgia y envidia, como dicen, envidia sana. Pero es una envidia temporal, no una envidia permanente, no un sueño sin realidad, no. Es una envidia temporal porque sé lo que se siente al romper en una realidad tan distinta a la tuya y de pronto verte en el mismo lugar con un personaje, unido por la misma instantánea. Es un momento fugaz, irrepetible sin duda, pero eterno. Esa es la vida.
Ahora esa eternidad nos conmueve, más aún en la lejanía del blanco y negro, esa separación entre lo real de los colores y lo teñido por el pasado bicolor, o mejor dicho, tricolor: blanco, negro y grises.
Vemos aquí como la realidad quedó atrapada como un insecto en el ámbar y nos alucina su frescura a pesar del tiempo, una frescura que por el canal de nuestros ojos, otorga nuestra mente a lo que nos es reconocido en nuestra realidad colectiva: personajes de la tierra, cantaores, mujeres y niños gitanos. Son casi escenas de pintores románticos. Gestos petrificados, arrogantes, altivos, chaquetas al aire con el gesto del baile donde parece que todavía podemos oler a bodega, a pescaito frito y a tablado de madera pisoteada. Y por otro lado, niños gitanos con sus ademanes insolentes, pies desnudos, caras sucias, niños que pasarían por mendigos hoy en día, por desahuciados, por marginados en una etnia de arrabal. Pero en la foto, oh, la fotografía, en ella, son criaturas divinas elevadas al rango de museo, estampa petrificada y adorada por su singularidad, detalles abiertos a miles de retinas. Y así, en grande, en esas fotografías enmarcadas con el fondo blanco de las paredes, en silencio la sala, luz concentrada, concentrada para predisponer a la observación del detalle, los miramos con una mezcla de nostalgia, admiración y mucha, mucha emoción.
Quedaron atrás, sus cuerpos envejecieron, se los llevó la vida. Pero la fotografía los rescata para siempre, cobran un sentido que no solo se hace palpable entre nosotros, espectadores vespertinos, sino que además, la mima imagen es capaz de sobreponerse a la idea aterradora de la muerte, elevándose como una verdadera resucitadora del alma.
Es fácil enamorarse de lo que ya no nos pertenece, una mirada hacia atrás y la nostalgia de los objetos antiguos, las ropas antiguas, las casas y pueblos antiguos. Ya no pertenecen a este mundo o se han transformado considerablemente. Emocionarse con todo esto y una leve sonrisa, un leve gesto interior lo reconoce. Hemos caminado curiosos por esa sucesión de fotografías, sorprendiéndonos con algunas escenas hilvanadas como en una película. Con el paso del tiempo todo se adorna, decorándose con el sentimiento. Es fácil hacerlo, con el momento congelado de la fotografía.
Lo difícil ahora, reto para todos nosotros, es atrapar esa emoción en la realidad de ahora, la nuestra, la de este momento, cuando todo se mueve y nuestra mente, como casi siempre, continúa en otro lado.
Badajoz y Talavera la Real, 1 y 2 de febrero de 2011
0 comentarios