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CUARTO DÍA: 17 DE AGOSTO

Sobre las siete y media de la mañana me puse en pie y en un bar frente a una plaza, me tomé café con dulce. Luego he llenado la cantimplora y he salido, tomando la carretera A-326 dirección norte hacia Castril. La distancia es de veinticinco kilómetros y en un principio es todo llano. Bosques de pinos. A unos siete u ocho kilómetros se encuentra el embalse de La Bolera y todo un complejo hotelero y turístico para el ocio. Hay un camping donde he pedido información y me han puesto el sello en mi cuaderno. Río Guadalentín. El embalse es grande y está limpio. He bajado para hacer una foto. Los olores del pinar me reconfortan, es como volver a rescatar el recuerdo de andadura con este perfume lleno de salud. El pinar del sur despide un olor seco, sin mezclas de humedad. En el camping, a donde he entrado para curiosear y llenar la cantimplora, unas parejas han alquilado una cabaña de madera y ahora están trajinando los preparativos para las actividades que tienen planeadas durante el día. Se les ve llenos de dicha con su flamante coche al lado de la casita y regocijados en su papel de turistas de campo con sueños de chuletas asadas y pescado a la parrilla. Tienen a su alrededor infinidad de chismes y las mujeres se afanan en preparar las comidas y controlar a los chiquillos. Por la carretera hacia Castril sigo caminando, ya avanzada la mañana, acercándome cada vez más a la sierra del mismo nombre. Campocebas es poblado dependiente de Castril. Antes, en unas casuchas, he pedido agua y un hombre solitario me ha sacado una botella que aunque contiene agua, sabe a vino. Solo he bebido un traguito pequeño. Lo cierto es que mucha sed no tenía, pero al ver al hombre sentado, allí solo junto a su puerta, me dieron ganas de acercarme y conversar y que mejor escusa que la de pedir agua para el caminante. El hombre no parecía muy dispuesto a la conversación, así es que dejé el tema y volví a la carretera, que siempre está esperando sin inmutarse. Más adelante he pasado, como digo, por el núcleo principal de Campocebas. He parado en un bar “ Los Manolones”. En la puerta hay gente sentada y enfrente se puede ver la actividad de máquinas y hombres extrayendo mármol del tipo “Emperador” de unas canteras en la falda de la montaña. - ¡ Es como si cortáramos un trozo de queso !. Dije yo. - Bueno, algo más duro. Me contestaron. En Los Manolones estuve buen rato con mi cerveza de un tercio marca Alhambra, muy extendida por esta zona y todo Granada y mi tapa de calamares que se agradece. La chispa de la cerveza me hizo hablar más de la cuenta y me puse preguntón y exigente, así es que al ver una camiseta que tenía colocada la señora del bar, le pedí una igual para mi y la mujer me trajo una amarilla pálido, que guardé en la mochila, aumentando de este modo su peso. Siempre pasa lo que pasa, se salen con unos kilos y se vuelven con otros. Hay cosas que vuelven a casa sin haberlas usado y otras que te encuentras por el camino y las incorporas a tu inventario. Todo a cuestas casi sin darte cuenta, pues el peso va aumentando poco a poco con el tiempo y lo aceptas sin más. Cuando salí del bar, me di cuenta que el calor era ya sofocante y sin tregua de ningún tipo. Ahora viene lo más duro, así es que me calé de lleno la gorra y con la vista al menos, sombreada, apreté el paso. Sol y sudor, no hay más. Estos son elementos del viaje que no se pueden obviar, testigos permanentes del caminar, omnipresentes y sustanciales, como el peso de la mochila o la soledad. Pasan coches con matrícula de Alicante o Barcelona. Turistas que van y vienen. Algunos vuelven para pasar en verano, algunos días con su familia. Otros huyen de la ciudad. Puede que otros, quizá la mayoría, hagan las dos cosas. Hay pendientes pronunciadas antes de llegar a Castril. La montaña ha sido cortada para dejar paso a la carretera y hay vallas para evitar que los posibles desprendimientos de rocas afecten a los conductores. En medio del calor asfixiante de las primeras horas de la tarde, un coche que subía, se ha parado para montarme pero me he negado. Era un coche moderno, impecable, con aire acondicionado. El hombre, un poco más arriba, ha dado la vuelta y bajado al pueblo. - ¡ Si vengo andando, vengo andando !. Es lo que hay. Lo primero que me encontré, ya a escasos kilómetros de Castril, fué un embalse recientemente construido. El embalse del Portillo. Le he hecho una foto para el recuerdo, con la gran masa de agua en primer plano y la montaña al fondo. Hay un cruce de carreteras y me he metido a la derecha para acceder al pueblo. He pasado por una fuente insignificante, un chorrito de agua que apenas se oye, que apenas se ve, pero que yo recibo con una alegría inmensa, pues he podido refrescarme sin pudores, gozándo del agua, no solo de su frescor, sino además del desanso y relajación que supone verla bajar cristalina, de la montaña. Nada más entrar en el pueblo hay un Centro de Recepción de la Naturaleza para visitantes que quieran visitar el Parque Natural de la Sierra de Castril, pero está cerrado. Calles del pueblo hasta las fuentes, siempre buscando los lugares por donde corre el agua. He ido a tomarme una cervecita en el histórico bar “Emilio”, con placa conmemorativa en la puerta. Tiene este bar especial encanto, con su terraza y veladores y unas vistas inigualables. Es centro del pueblo y lugar de reunión concurrido. He comido al sol en una fuente debajo de la cual hay un letrero que pone: V Centenario : 1490 - 1990. He comido de lo que llevaba y luego he bajado al río para echarme la siesta sobre un banco en un parquecito que hay justo al lado de la ribera. Es un lugar sombreado y fresco. Luego ha llegado gente y con la conversación y las moscas me he despertado. He ido hacia un lugar donde hay embalsada agua y bañistas de todas las edades. Es una gran charca de agua verdosa y sucia, que se alimenta del agua del rio que es bombeada allí a través de una goma. El agua está helada, pues procede de la que desembalsa el pantano del Portillo y que alimenta la vida del rio Castril, es por tanto agua de la parte más baja y más fría, que sale por una tubería de gran diámetro y provoca un ruido ensordecedor ante tanta energía líquida. Poco a poco, tímidamente, me he descalzado, dejado la mochila a un lado y me he metido un poco más abajo, en el curso del río, al lado del camino. Una chica toma el sol en bikini, tendida sobre la tierra. La chica es de Castril pero vive en Barcelona, se llama María y tiene veinticinco años. Nos conocimos, acerqué la mochila y me cambié, para ir a ver con ella los secretos umbríos del desfiladero, con paso de madera y el túnel entre montañas. Es un lugar verdaderamente interesante que ofrece una imagen del pueblo en perspectiva. Me he metido, al final del camino, bajo las aguas heladas de un chorro de agua gigantesco que baja de la montaña. Mientras me enjabono cabeza y cuerpo, María me mira alucinada. Me baño a voces, a gritos que se oyen desde lejos. La potencia del chorro es tal que se me ha salido una chancla y he tenido que capturarla como si fuera un pez de entre las aguas espumosas. Me hizo una foto y luego, con todo por medio después de haberme cambiado de ropa, fuimos a una roca al lado del rio, para secarme y charlar. La gente pasea y se detiene al lado del agua para curiosear, incluso se hacen fotos, pero nadie tiene la osadía para meterse. El viajero aprovecha estos recursos hídricos para bañarse, lo cual tiene doble función, higiénica por un lado y por el otro terapéutica y refrescante. El baño me dejó relajado y como María me debía un beso y no quiso dármelo, tuve que quitárselo de sus labios salados. Tras el beso lo demás, poemas junto al rio, con la tarde declinante y el chorrillo de gente que no dejaba de pasar. Ella me hablaba de su novio de Barcelona al que quería olvidar, después de haber pasado un verano sin él y sin dolor. Tambien sobre un amigo que llevaba ya varios años rondándola en el pueblo. Estaba indecisa, miraba de un lado para otro, como buscando algo. No esperamos a la noche, casi ni siquierra al anochecer, cuando no se adivinan bien las formas y hay más lugares para esconderse. De su mano, cautos pero arrojados por la voluptuosidad de nuestros cuerpos que ya antes se entrelazaron en palabras, en caricias, en la complicidad de la mirada, fuimos caminando hacia una explanada tras una casucha de labor. Mis piernas me temblaban y no ya del esfuerzo caminante. Mis palabras salían a saltos, precipitándose en los labios como cascadas. Noté cómo un impulso desde dentro me empujaba a su cuerpo, cómo el corazón se aceleraba dislocado. No encontrábamos el lugar idóneo para el goce sin miedos, por más que nos empeñábamos, torpemente, en buscar por todos lados, subiendo y bajando de un bancal a otro. Fué al final, en el desnivel de una terraza de cultivo de regadío y olivares, donde descubrí la multitud de veneros que concurrían al núcleo de su sexualidad. Todo sobraba, la mochila, la ropa; atenacé su cintura y me coloqué sobre ella. Al volver sobre el camino, mis piernas flojeaban. Ella caminaba un poco distanciada por peligro a ser descubierta. Subimos, sudorosos, el sendero en cuesta que lleva al pueblo, entre los almendros y las paredes de piedra y se ocultó en una casa, desde donde hice una foto con el santo en la parte superior, justo encima de las buganvillas y los tejados pardos. Luego, cuando ella se quedó en su casa, fuí a comprar y comer algo cerca de la fuente. Volví a sentarme, a concurrir a la belleza del paisaje, desde la terraza del bar Emilio, desde donde se ven los perfiles de la sierra ya con la noche encima. Música caribeña, relajante, de Cesaria Evora,que no impide precipitarse al recuerdo, a la placidez que resulta de satisfacer en cuerpo y corazón un día entero caminando. Castril es atento con los poetas. A la entrada hay azulejos colocados en un monolito junto a un restaurante y dedicados a las víctimas de la guerra civil. Son versos de Miguel Hernández que dicen así: “ ...espadas locas abren una herida inmensa. Después, el silencio mudo de algodón, blanco de vendas, cárdeno de cirugía, mutilado de tristeza. El silencio. Y el laurel en un rincón de osamentas. Y un tambor enamorado como un vientre tenso suena detrás del innumerable muerto que jamás se aleja” Y debajo pone: M. Hernández. Castril a las víctimas de la guerra. En la calle, arteria principal del pueblo, hay una placa con una cita de Borges: “ Se que en la eternidad, perdura y arde lo mucho y precioso que he perdido”. J.L. Borges. Castril a D. Juan Granero Liñán. 1894-1936. Al parecer este hombre, hijo del pueblo, fué médico y alcalde de Castril. Torturado y asesinado en la guerra. He caminado sin rumbo fijo por las calles del pueblo. Un grupo de mujeres suben a una terraza, cerca del cruce, a tomarse una cerveza. He estado con ellas un rato hasta que llegaron las once, hora a la que había quedado con María en la fuente y que no se presentó. Presentí que estaba en un pub que suele frecuentar y que se llama “Diskaparate”. Y no me equivoqué. Dejé la mochila en la puerta y estuve un rato con ella y su hermana. Me tomé una cerveza y luego bajé con ellas hasta acompañarlas a su casa y allí mismo, bajo la galería que conduce a la Biblioteca Municipal dedicada a José Saramago y Pilar del Río, tumbé la mochila y me eché a dormir. La biblioteca fué inaugurada por este escritor portugués, el día 23 de abril de 1997.

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