QUINTO DÍA: 18 DE AGOSTO
Por la mañana me desperté sobre las ocho, un poco más tarde de lo habitual. La recogida de basura con su ruido tremendo, me desveló. Llegaban en el camión los obreros y cuando vaciaban el contenedor lo dejaban rodar hasta que chocaba con la pared. He ido a tomar café a un bar lleno de jubilados y humo, en medio de un aire irrespirable que no invita a permanecer allí más de lo necesario. He tomado, con cierta pereza, la carretera ascendente en un principio, hacia Huéscar, siguiendo la misma A-326 que cogí para llegar a Castril, comenzando hoy desde el punto kilométrico veinticinco. A unos siete kilómetros, se encuentra el poblado de Fátima, curioso lugar. He parado ( ya no me dejo atrás ni venta ni ventorrillo, ni bar que se me atraviese en el camino ) para tomar una cervecita con tapa y algo de conversación. En Fátima se encuentra la iglesia Ntra. Sra. de Fátima, como es comprensible y dentro de ella, pues la virgen de Fátima y dos monjas leyendo un libro religioso. Me paré, seguramente falto de conversación aún, a hablar con ellas y acabé recitándoles, quizá para compensar, unos versos muy humanistas de Vicente Aleixandre. Con la cerveza y la conversación camino mejor, más alegre y segura, tambien más ligero mientras dura el efecto. He cruzado por un puente que une las dos partes de un tajo enorme y el riachuelo allá abajo. El paisaje es impresionante, con la Sierra de la Sagra azulada, allá al fondo y en primer plano la escarpada ladera pedregosa que dá vértigo. A la salida del puente, me he parado a hablar con una señora que espera en el interior de un vehículo a que venga su marido con ayuda para socorrerles, pues están averiados justo a lado de la carretera. La señora, va con un niño y me ofrecieron agua. Cuando llegó el marido con la grúa y seguía allí, dale que te pego a la lengua. Sobre el kilómetro cuarenta me desvié de la carretera solitaria en medio de unos páramos desiertos y me dirigí a la sombra de una cortijada para echarme un rato a dormir. Por aquí se trabaja el ganado lanar y el campo está pelado y polvoriento. En la cortijada no hay nadie. Después de la pequeña siestecilla adelantada, con moscas rondando por compañía y sobre las tres de la tarde, he cogido la mochila y me he enfrentado a un calor sofocante surcando estos campos pulidos, en busca del pueblo. La sed, el calor, el peso y el cansancio van haciendo mella en mí, pero resisto a duras penas, como voy pudiendo. Voy refugiándome, cuando puedo, entre las sombras de los pinos, que de vez en cuando flanquean la carretera. Son pinos elevados y alieados casi siempre en el margen derecho, a veces, las menos, a ambos lados. A lo lejos, una vez superado un pequeño puerto, se ve Huéscar, extendida y parda. La sed, ya acuciante, me hizo abandonar de nuevo la carretera y buscar agua donde fuera. En un cortijo, al parecer activo, por donde pasa un canal de agua que luego utilicé para echármela por la cara y brazos, he pedido agua a un tractorista que dejó aparcado su coche para iniciar la faena. El hombre ha traído una botella de refresco, con agua congelada, para que le dure la jornada y me ha ofrecido un poco, llenándome la mitad de mi cantimplora. Sin ese agua compartida, me hubiera resultado penoso continuar, así es que se lo agradezo mucho, más quizá que lo que mi gesto, en aquel momento pudiera expresar. Queda Huéscar a unos cuatro kilómetros. Más relajado, calmo el paso con los labios cortados por la sed y el aire seco, pero sin problemas de deshidratación. Al llegar al pueblo, lo primero que vemos es la imagen abandonada del convento semiderruido de San Francisco, del S. XVII, al parecer de propiedad particular. He entrado por una calle larga y que dá a una plazuela con fuente de las que hay que apretar un botón para que echen agua. Es, de todos modos, una placita con encanto, recogida y cordial, donde pasan la siesta algunos vejetes apoyándose en su bastón. Un señor mayor me ha conducido hasta el parque, pues necesito un lugar, a ser posible sombreado, donde comer. El parque, ya casi a las afueras, es lugar de exhuberante vegetación, poblado y fresco. Huéscar es un pueblo con ramalazos de ciudad y hay cierta actividad comercial y tráfico en las calles centrales. El parque, aunque grande y sombreado, no me pareció buen sitio para comer, así es que volví sobre mis pasos, me tomé una cerveza y fuí de nuevo a la plazuela para hacerme una ensalada con corazones de lechuga, tomate y aceite, tambien alguna fruta. Me cobraron por un aguacate, casi veinte duros, así es que lo fuí escoltando con mis manos hasta comérmelo. No quise dejarme ni un trozo. En una tienda compré postales, dos postales con imágenes de la plaza central del pueblo, seguramente de principios de siglo. Dos postales que van a parar a Sevilla, al domicilio de alguna amiga. Son postales que hieren la memoria, pues representan no sólo un lugar, sino tambien escenas con halo de romanticismo en blanco y negro. Después caminé hasta el Ayuntamiento, donde me pusieron el sello del municipio en el que se escribe en círculo: “ Excmo. Ayuntamiento de la muy noble y leal ciudad de Huéscar”. Y dentro aparece el escudo de la villa y en letras mayúsculas tambien y algo más grandes : “ Policía Local “. El municipal que me atendión es un hombre con ideas y muy predispuesto a servir e informar. Me ha hablado de la Sierra de la Sagra, cercana al pueblo y de los problemas con los que se enfrenta el Ayuntamiento. También hemos hablado sobre el convento de San Francisco y que al parecer el problema de su conservación compete tanto a propietario como al Patrimonio Cultural de la Junta y al propio Ayuntamiento. Entre los tres no se ponen de acuerdo y la cosa, al parecer, va para largo. Aunque ya llevo hoy mis kilómetros, he preferido no quedarme en este pueblo y continuar por carretera hacia Galera. En la matrícula de un coche, en los bordes donde se coloca la publicidad de la casa vendedora, ví, con sorpresa que los apellidos del propietario eran los míos : “Talleres Fernández Plaza”, concesionario Citroën. Me he metido en la casa de coches y preguntado por curiosidad. Enseguida una señora, que al ver la coincidencia, se ha alegrado, ha ido a avisar a su marido. En efecto, Sabas Fernández Plaza. Es hombre de unos cincuenta o cincuenta y tantos años. Tiene un hermano que reside en Valladolid y que se llama exactamente igual que yo, hasta en el nombre. Me ha regalado de recuerdo un reloj de cocina con publicidad y los apellidos marcados en rojo. Me quería dar tambien unos bordes de plático para la matrícula, pero me ha parecido abusivo y más teniendo en cuenta que he de llevarlo a cuestas. Para meter el reloj he tenido que reajustar aún más mi equipaje. Le he dejado, encima del mostrador, una llave fija que encontré en la cuneta al salir de Fátima. En la puerta del concesionario nos hicimos una foto, yo con mi mochila a cuestas y el hombre al lado, a mi izquierda. En el fondo los apellidos en un rótulo. He salido contento, divertido y sorprendido por las casualidades, pero la carretera con sus ocho kilómetros que separan de Galera, se ha encargado de bajarme los ánimos. La carretera está llena de amenazas, amenazas de ruidos, de coches, amenazas de rotura de pies y de calor excesivo. Se ve al fondo Galera, que tiene forma de arpón, escalando sobre la montaña y arriba la torre de la iglesia. Galera blanca sobre el río. La cueva vivida desde la prehistoria. Nada más entrar en el pueblo he buscado una fuente con chorros que vierten en un pilar y que está situada al lado de un parquecito escondido donde hay una cruz en un soporte de piedras. Para cruzar el río y acceder al pueblo hay un puente de hierro. Es un puente ancho y transitado, como una avenida. Antes de nada he vuelto a la fuente para meterme a mitad de cuerpo dentro de ella y lavarme piernas, brazos y el pelo con champú. Unos niños, bulliciosos y preguntones se colocan a mi lado sin tener en cuenta el ratito de intimidad que se requiere para estos menesteres. Como estoy acostumbrado a estos asaltos he hecho lo que tenía que hacer, sin pudores ni retenciones. Luego, ya más fresco y conforme, he subido por las calles principales hacia la Plaza Mayor, donde, a la placidez de la terraza de una heladería, me tomé una cerveza y logré contactar, inesperada sorpresa, con una chica que se me acercó al saber que era forastero y le habían dicho que estaba interado en conocer Galera. La chica, a la que enseguida ofrecí algo para tomar y rogué que se sentara a mi lado, se llama Rosa. Tiene cara de buena y está muy involucrada en los aspectos históricos del pueblo y en dinamizar la vida cultural del mismo a través de un colectivo que se llama Natura Galera. Esta muchacha es monitora - guía de un yacimiento arqueológico, ubicado cerca del pueblo y que se llama Castellón - Alto, cultura argárica, con restos del neolítico y Edad del Bronce. Entre su conversación y la mía ha llegado la noche. Me ha presentado a un chico que se llama Miguel Angel y luego he conocido, en la terraza de otro bar- restaurante al resto de sus amigos, casi todos ellos trabajan o estudian fuera y vienen al pueblo por verano. Me he dejado llevar por su ambiente y cerca del parquecito de esta tarde, nos hemos tomado unos whiskys con refresco. Me he acercado algo más a la conversación con una chica bajita, rubia , que habla muy bajito y fino y que se llama Raquel. Raquel está siempre sonriendo. He estado con ellos un buen rato, pero luego se metieron en el barullo de un bar y les rogué que me llevaran a la cueva para dormir. Es esta una casa - cueva que me ofrecieron como alternativa a mis noches al aire libre. La utilizan desde que una vecina del barrio alto, donde está ubicada, se la prestó indefinidamente para que se reunieran allí. Dentro de ella se está la mar de bien, con una temperatura de unos 18 º C, permanente. Me dejaron allí, lugar de difícil acceso a no ser que se conozca uno bien el camino, y me eché a dormir en un sofá, arropándome con el saco y dejando la ventana abierta para que entrara un poco de fresco. Cuando me quedé solo y ellos se fueron, sentí un poco de vacío, pero enseguida por mi cansancio, concilié el sueño y se me olvidó. Estas casas cueva son comunes en Galera y pueblos limítrofes. Tambien lo son en Guadix o Purullena. Su cotización está al alza e incluso en Galera hay una agencia, La Pisá del Moro, sita en la Avda. Nicasio Tomás nº 6, dedicada al alquiler de algunas de ellas, bien restauradas para el turismo rural con carácter exótico, sin duda.
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