VILLARALTO, FERIA DE 2007
Vengo de Villaralto, de su feria, de los encuentros con personas que hace tiempo que no veo. Viajar a Villaralto es viajar en el tiempo. LLego y me encuentro con la casa familiar, con la familia, con los besos, con los rincones de una y otra vez, con esos arbolitos que se van haciendo mayores, con ese parque olvidado, castrado en los limites de un jardín. LLego a mi pueblo pasando el Calatraveño y ese olor a las jaras que son la antesala de la penillanura extensa y silenciosa de Los Pedroches. Viene un aire fresco por la ventanilla del coche, un aire fresco y un aroma suave de pastos y encinares. Desembarco como lo haría en la Luna, extraño y coincidiendo con el ocaso y los toques de campana en esa torre que se echa casi encima. Paseo por el medio de las calles, las de siempre, libremente y con la seguridad de los encuentros fáciles, esperados. Voy a casa, para compartir comidas y bebidas. Busco el cobijo del Rincón de La Petrita, junto al Museo del Pastor. Entro, siempre abierta la puerta de Petrita y Bernardín. Salen a recibirte al pasillo, Bernardín receloso, desconfiado. Voy hasta el patio, donde se extiende y abre aún más esa hospitalidad, donde encuentra libertad la conversación, como una rueda que gira siempre en la misma dirección, como una noria. Ese patio embaldosado y luego... esos olivos y ese pozo con brocal del loza. Salgo enseguida, me siento en el pueblo, tumbado en él, dejándome llevar por su placidez. Me siento en el banco de hierro, junto a la fuente y la hierbabuena para leer. Asistiendo al perfume y al sonido del agua que sube y baja. Cruzo la calle, entro en El Paisa, saludo a Paco, siempre amable, siempre activo. Por la tarde me voy a dar un paseo con un calor soportable, hacia las afueras, por los caminos, por el del Baño, junto a las tapias de piedra medio desechas y hasta las encinas, desde donde se ve el pueblo como en una pintura. Me acerco a lugares antiguos, desconocidos incluso: una pequeña casita de piedra con el tejado a medio caer y un pilar de ladrillo en medio. Una casa que sirvió como establo. Enfrente, madura el granado rodeado de pastos amarillentos. Se ven huertas y albercas abandonadas de los niños que salíamos a buscar su frescor nocturno de agua de pozo con algas. Ahora, son meros recipientes secos y extrañamente pequeños. Encuentro de nuevo el camino principal arenoso y vuelvo a casa. La feria nocturna, el camino de los saludos, un trozo pequeño de calle donde llegan las caras y las palabras de la gente de siempre, de aquellos que están y de aquellos que se fueron. Vienen con sus niños agarrados de la mano o jugando a su alrededor. Tienen su vida fuera y una sonrisa guardada para el encuentro. La conversación cita los cambios que se han producido en la rueda de la vida: nuevos hijos, nuevos trabajos o lo que continúa presente : los hijos que crecen, los trabajos que reclaman. Los niños saltan en la colchoneta, riéndose, gritando. Las niñas, casi siempre con falda, contradicen al pudor que aquella sugiere. Dejan sus zapatitos junto al gigante de aire y pelean por entregar sus entradas al chico que coordina con un silbato, poniendo fin , como en una cinta de video con el pause, a una diversión impetuosa y dando el toque de salida a un nuevo grupo de saltos y caídas sin daño. Se pasa de ser expectador a ser actor casi en el mismo lugar, con otra actitud: Al amparo de la orquesta se baila, junto a los que quieren, siempre conocidos. Entonces el pueblo se torna brillante, un lujo, pasional.
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