Badajoz, noche de finales de enero
Badajoz es una página en blanco que quiero llenar. Y me acerco a las frías calles del centro antiguo, donde el alma intuye que puede haber alguna hoguera encendida entre las personas que parecen de hielo animado. Surco las calles como si se tratase de un laberinto de canales sin puerto definido, sin puerto, sin un malecón donde sentarse y extender las piernas para notar la brisa marina.
Mi alma camina despacio, lo hace mi cuerpo también, al aliento de un quehacer que atrapo como a una cuerda larga por los muros de la cárcel, como una fantasía que de repente me iluminara por dentro el entusiasmo, esa pequeña llamita de excitación que produce el saberse dentro de algo, entretenido, empeñado en una labor, la que sea, pero labor al fin, para dar un descanso a mis piernas, a mis ojos, siempre en órbita, como radares.
Llego a las esquinas doradas de las calles antiguas: Bravo Murillo, Amparo. Son calles desiertas, por donde transita alguna niña corriendo o jóvenes de ropa gris dando voces. Suena entonces el eco de los pasos y de los motores. La noche se hace tenebrosa y yo camino con algo de recelo pero sin miedo. Todos somos sospechosos en un instante cuando me cruzo con un hombre detrás de una esquina. Mi cámara, fiel cazadora, me protege intrigando de alguna manera a los que me ven pasar. Soy yo y soy la soledad que se viene conmigo. Anoche la saqué a pasear por estas calles – arrabal, silenciosas y frías de enero. Y petrificadas en el almacén de la tarjeta de memoria, las luces amarillentas de las farolas alineadas desaliñadamente sobre las fachadas rurales. De cuando en cuando se oye un canto gitano salir por la ventana de una casa medio en ruinas, donde la basura se acumula en la acera y enfrente, sobre los cascotes caídos en un solar, los coches de lujo brillan a pesar de la monotonía del barro y la cal.
En mi caminar, descubro viviendas sucias, atrapadas en el abandono, molestas para los vecinos, de una decadencia sin elegancia, como un bastión protegido por los desahuciados para sus andanzas, refugio de gente perdida, nido de hombres con las manos sucias y del carrito de la chatarra o peor aún, toxicómanos a los que la vida les arrancó la decencia y ahora viven como perros maltratados al amparo de los tabiques tiznados con pintadas callejeras.
En el cruce, siento una mezcla de distancia y cariño por dentro, recordando, como si ya fuera un pasado lejano, el camino que haré dentro de unos instantes, de regreso a casa por las callejuelas oscuras, calle Arco Agüero, San Blas, quizá, plaza de San Andrés… Recorro y recorro una y otra vez, con la sombra pesada de la noche solitaria, este crucigrama de calles, porque mi alma quiere encontrar una verdad profunda y permanente dentro de mí
Talavera la Real, 27 de enero de 2011
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