Vienen ya, de pronto, casi sin pretenderlo, como sorprendidos, esos fines de semana de gargantas de agua fria y calor en las aceras. En la Jarandilla de mi niño, en su infancia que se tiñe de callejuelas y guarderías, la melodía del verano se inicia justo al lado de los puentes de piedra. He viajado con esa calor que se pega a la chapa, que hierve en la carretera y que obliga al aire acondicionado, para encontrarme contigo de nuevo. Empiezas a ser mayor. Te apoyas en la pared, tu cuerpecito como un segmento desnudo, un pequeño segmento de vida, lisa, vivaracha. Te apoyas en la pared del puente para orinar, sobre los escalones. Nos reimos con complicidad, mamá y yo, mirándonos. Bajo los regadíos, imponiéndote a la presión del chorro de agua, tu cuerpecito al que se le estrellan esas ráfagas de agua, sonríes y te recojo para correr detrás de esas lluvias que vienen a decir que el verano llegó, que tu sonrisa está aún más viva, que te gusta el agua, que amas ese mundo de naturaleza. Bajas a la garganta. No hay piedra que pase desapercibida para tí y todas son cambiadas de lugar, para arrojarse al agua sin remedio. Tus manos recogen aún las más grandes, las más voluminosas y el salto que producen en el agua nos salpica y nos mojamos. Te mojas en ese mundo entre robles, hierba seca, chorros de agua que bajan de la montaña, cuerpo desnudo, desnudez, movimiento. Seguimos tus pasos, tus frases, tus travesuras. Con la bañera amarilla que te traje de Sevilla, la usas como piscina pequeña, cabes en ella como en una pequeña balsa y sales de ella con malabares de artista. Y luego llega la despedida. Te dejo entre tus juguetes, el calor, Caillou, Pocoyó, la terraza con sus flores. Me voy y me miras. Procuro siempre, llevándome de recuerdo, rescatarte, robarte una última sonrisa. Siempre la tienes para mí. Y con el corazón en un puño, me alejo, escaleras abajo, carretera enfrente.
martes 10 de julio de 2007
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