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feranza

NOVENO DÍA: 22 DE AGOSTO.

           He tratado de levantarme a buena hora para subir por la sierra, desconocida para mí y por tanto no delimitada aún. Esto me deja un poco inseguro. Sé que hay que subir, pero no sé ni cuanto tiempo ni realmente hacia donde me dirijo. Mi idea es alcanzar algún pueblo al otro lado y así conectar la ruta. He tenido que andar un buen rato por las calles de Baza, recorriendo todo el pueblo en dirección sur en principio y luego en dirección este para tomar el camino que sale de la famosa Fuente de San Juan, que ahora debido en parte al efecto de la estación seca, cuenta con menos presencia de agua de la que los viejos del lugar recuerdan. Por las calles desiertas de Baza, medio desorientado, me voy encontrando de cuando en cuando alguna mujer que barre la puerta o algún albañil, que desde la obra me indica la dirección. Está más lejos la salida hacia la pista de lo que pensaba. He tomado el camino nada más llenar mi cantimplora sumergiéndola bajo la poceta del nacimiento y luego he seguido caminando, para adentrarme en los campos que cubren la sierra, cada vez más solitaria y auténtica, cada vez más escarpada. Me voy indicando por las señales que han pintado a modo de baliza, ya que hay un sendero GR reconocido que transcurre por el parque natural y en el que yo he confiado. Los pinares y el silencio se imponen. Tan solo alguna pequeña y abandonada casa me recuerda la presencia del hombre. Las fuentes, no muchas, apenas tienen agua. El sendero a veces se estrecha y otras se pierde entre los cauces secos y pedregosos. Hay que estar algún rato pensando qué camino tomar según lógica y quizá intuición. He llegado sin demasiados problemas al Centro de Recepción de Visitantes Narvaez. Todo son construcciones nuevas pensadas para acoger e informar al turista que decida pasarse por aquí, pero por ahora solo abren los fines de semana, así es que todo el complejo me está vedado. Dejando la mochila sobre unas escaleras me he dado una vuelta por los alrededores. Arriba hay unos depósitos que vierten algo de agua por un chorrito conducido. He cogido alguna en la cantimplora ante el temor de quedarme sin recursos hídricos. Para llegar a Narváez hay que desviarse un poco del camino, que luego he retomado. Desde aquí hasta La Canaleja por una pista ancha o carril forestal, por donde circulan de vez en cuando vehículos particulares y sobre todo vehículos todoterreno oficiales para vigilancia y cuidado de la sierra. Dentro van hombres con un mono amarillo característico. Se me han quedado mirando pero yo me he apretado la gorra sobre la cabeza y no he dicho nada. La Canaleja es lugar recreativo ya que han colocado barbacoas, mesas y bancos para facilitar su uso como merendero, más arriba hay un refugio con el tejado muy inclinado, quizá para evitar la acumulación de nieve en el invierno. He parado aquí, ya un poco desgastado por la subida y he comido un poco de choped con aceitunas y algo de queso, tambien acepté una cerveza que me ofrecieron en un grupo de gente que venía a comerse el arroz, pasear a los chiquillos y oler bien y bueno. La fuente que está al lado del camino arroja un chorro de agua fresca que dá gusto verla. El agua, antes de irse para otro lado, cae en un pequeño estanque donde puedes meter las manos y mojarte los brazos y la cara sudorosos. Los demás, con sus coches allí al lado, animan a la cocinera que prepara un arroz. Su algarabía en torno a la comida es fuente de placer. La mía lo es la montaña, el otro lado, el más allá. No quiero respirar ni un minuto más esa falta alegría burguesa y así es que fuí subiendo, ahora por un sendero tan pendiente, tan escarpado, que tuve que detenerme en más de tres ocasiones para tomar aire y aliviarme, lo cual aproveché para contemplar el cada vez más amplio y azulado paisaje que quedaba debajo de mis pies. Merece la pena la subida, aunque el peso y el cansancio muscular te ate a la llanura, aunque tus piernas flojeen por momentos y quieras quedarte allí tumbado todo el día. Merece la pena continuar porque arriba te espera la suavidad del aire de la montaña alcanzada, el suspiro del viento y la caricia de la brisa fresca. El senderito, que pertenece a la ruta señalada en franjas horizontales rojas y blancas, va a dar a una pista que nos lleva si continuamos a la derecha. A lo largo del camino y aún antes he abierto numerosas veces el plano de la sierra donde vienen señalados los caminos, carreteras, pistas forestales, arroyos, barrancos, fuentes o refugios. De tanto abrirlo, quizá para consolarme, está un poco deteriorado ya. Uno, cuando sufre la subida o cuando tiene sed y no hay agua que echarse a la garganta, suele refugiarse en los mapas donde el azul nunca se pierde y todo es llano, donde el hecho de verte avanzar de un sitio para otro dentro de los trazos coloreados del papel, parece que te hace sentirte satisfecho. En el fondo creo que es el soporte de tu sueño del que ese momento y más que nunca, necesitas.¡ Y qué vistas, madres mía !. El peñón de la Sagra frente mía, al norte, más a la izquierda y un poco más cerca el Jabalcón y a su pie el embalse del Negratín. La sierra de Castril y encima mía, detrás, el pico más alto de la Sierra de Baza, el Santa Bárbara, pelada cima que supera los 2400 m de altitud sobre el nivel del mar. Un poco más adelante se encuentra un lugar señalado como El Pozo de la Nieve, con su fuente y su refugio y la explanada de los Prados del Rey, ya seca, pero que se convierte en los meses de lluvia en un prado exhuberante. El sendero sigue señalado hacia Fiñana en unas cuatro horas y media a pie, pero prefieron continuar ahora en dirección sur, por un camino en línea ligeramente ascendente que corta la loma y que nos lleva a un Centro de Contraincendios, un centro de reunión del reten de incendios en caso de fuego habilitado para que puedan tomar tierra los helicópteros. Desde allí y por la llamada Garganta de los Resineros, por la cañada escarpada, cubierta de pinares y arbustos que imposibilitan el paso y donde me he tenido que emplear a fondo para atravesar, entre la maleza a veces impenetrable y las hojas muertas que yacen al pie de los pinos y por las que a veces me deslizo peligrosamente, he ido descendiendo, siguiendo a veces los senderos apenas perceptibles que dejan el paso de ganado y las pisadas medio borradas de los pastores. He encontrado chozas y apriscos, algún objeto doméstico, todo muy rudimentario para el difícil oficio del pastoreo. Apenas con agua y la dificultad creciente han incrementado el esfuerzo. Prácticamente abatido he conseguido vislumbrar de lejos un camino y atravesar entre arañazos y rozaduras los últimos arbustos y dirigirme por la pista hacia los primeros caseríos. Detrás queda toda una tarde, quizá la más angustiosa, donde he tenido que sacar fuerzas de flaqueza y no sólo físicas para avanzar. En la Venta del Vicario me he lavado un poco brazos y cara. Me he mirado al espejo, el rostro descompuesto, desencajado y he intentado dar la cara más propia para entrar en conversación al tiempo que me tomo un café y veo que en reloj de pared de la cafetería estan a punto de ser las siete de la tarde. Un camino paralelo a la autovía me lleva al cruce de Gor y desde ahí una carretera poco frecuentada, que sale a la izquierda hasta el pueblo, que se ve blanco bajo la montaña. A la entrada me he parado a hablar, quizá tambien porque lo necesitaba, con unos viejos que pasean en las horas de menos calor de la tarde. Nada más entrar, a la derecha, hay una gran fuente con muchos caños activos y unos niños merodean alrededor suya. Ni corto ni perezoso, me he puesto las chanclas y he metido los pies para lavármelos. Enseguida he notado el alivio; después me he lavado el pelo con champú. Todo por medio, los chiquillos me miran, se ríen y comentan. Algo más recompuesto he ido a tomarme una cerveza al hogar del pensionista, justo en la plaza, frente a la fuente. Después, en la parada del autobús, me he entretenido hablando con dos hombres, que me cuentan sus peripecias cuando eran jóvenes. Al lado del consultorio, hay un parquecito pequeño y recogido, allí conocí a una señora con un niño en sus brazos, cuando estaba siguiendo el rastro a algún lugar para dormir. Se llama Isabel, tiene cuarenta y nueve años, vive en Sabadell y el niño es su nieto. Más adelante me he entretenido a hablar con ella en un cruce de calles. Ha llegado su hija y su yerno; la pareja se lleva mal y están siempre discutiendo. Isabel es viuda desde hace ya algunos años. Su pensamiento es libre y profundo, está buscando valores y se encuentra algo angustiada por la situación de su hija. Luego hemos ido ella y yo a tomarnos algo a un bar que tiene terraza. He tenido que traer la mochila, la he dejado apoyada en la pared, pesada e inmóvil como un muerto. Después de la copa, muy hablada por cierto, hemos salido del pueblo, en una calle de extramuros y sobre los pastizales, mis manos se deslizan por su piel ya madura, por sus carnes casi flácidas, por su maternal, apenas trémulo vientre y sus besos en forma de luna menguante. Pero su mirada poseía aún todo el brillo del deseo y entregados, sin pudores, sobre la tapia de un huerto, oyendo el griterío de la gente que se encontraba cerca, en una terraza de verano, todo fueron caricias y besos. Ella estaba tumbada, vencida, pero mis fuerzas se fueron en la montaña, en los caminos que suben, serpentean y desaparecen. Me acordé entonces del poema de Lorca: “ Sus muslos se me escapaban como peces sorprendidos, la mitad llenos de lumbre, la mitad llenos de frío “. Por los callejones oscuros nuestro abrazo se abrió como una i griega y nos dimos el último beso frente a la luz cenicienta de un farol. Ella me buscó con la mirada, desde las cuatro esquinas y yo me alejé alegre, saltando hacia el parque que me esperaba para dormir. Pasé la noche dentro de mi saco en la puerta del consultorio.

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