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feranza

NUEVE NOCHES BAJO LA LUNA. POR TIERRAS DE GRANADA. 2000

PRIMER DÍA: 14 DE AGOSTO
El viaje en tren ya va cargado de ilusión, al mismo tiempo que dentro del vagón, si tienes la suerte de sentarte en asientos que se dan la cara, se dan circunstancias especiales de relación inesperada y que puede llegar a ser productiva. Las personas viajamos en tren por necesidad o por ocio. Sea como fuere el tiempo que dura el trayecto es el mismo para todos y conviene no desaprovecharlo. Antonio es un hombre de Cádiz que trabaja como celador en el Hospital materno infantil de Granada. Viaja con su hija, ya adolescente que se pasa todo el viaje mirando por la ventana sin apenas decir nada. El viajero por ocio, como es mi caso, no quiere perderse ocasión para conocer, así es que está bien atento a lo que sucede. El tren ha salido a las 14:38 h. de la estación sevillana de San Bernardo. Fuera hace 40º C de temperatura, según indica un visor luminoso sobre la puerta del vagón : TEX 40º . Dentro hace fresquito y se va cómodo.

En todos los viajes así, en solitario y sin saber donde se va a pasar la noche, ni que es lo que te vas a encontrar, hay algo de incertidumbre que en un primer momento te transmite una inseguridad similar a la de hallarse en equilibrio sobre una cuerda floja. Pero como ya has descubierto año tras año que las cosas se suavizan y hasta se ponen de tu parte en el terreno, la pena pasa. Miro el mapa: Guadix - Baza - Castril. Un documento diseñado por la Junta de Andalucía en su Delegación de Turismo. Es un mapa que se ciñe a esta zona delimitada por estos pueblos que antes he indicado, justo al norte de la provincia de Granada. Voy conjeturando en torno al mapa, tocando con el dedo los rios y las cumbres más elevadas, los caminos y carreteras. Luego la historia cambia un poco y cuando se empieza a caminar uno va dejándose llevar por lo que surja.

Hemos llegado, entre opinión y opinión, a la estación de Guadix. He bajado al pueblo para sacar dinero y preguntar. Bullicio de ciudad. En el parque hay una estatua con el busto de Pedro Antonio de Alarcón. He cogido la carretera a Benalúa de Guadix sobre las siete de la tarde.

Los viajes que empiezan y terminan en el mismo sitio, no buscan la huída de uno mismo, sino que en el reencuentro hallan su razón, es la unión con el propio yo, pero en escalada hacia uno mismo, mucho más evolucionado, más maduro por la experiencia y cambiado. Las vivencias cambian al viajero, no en el desplazamiento sin más, sino en la propia vivencia, en el sentimiento demostrado en cada paso que se da, en cada metro que se recorre, en cada pueblo, en cada noche pasada bajo la luna, junto al río, sobre la tierra, sin más colchón que el propio suelo, sin más compañía que uno mismo, sin más abrigo que el de la propia ilusión.
Ya lo he pensado varias veces: caminar no supone andar, es algo más, es ante todo entender que los lugares muestran su secreto si uno los descubre poco a poco, sin prisas ( incluso andando se puede ir demasiado deprisa y hay que frenarse), si uno se va adentrando en esa montaña, en ese pueblo, en ese camino como quien retira una cortina con suavidad e incertidumbre, como quien retira un velo de la cara de una mujer, suavemente, para luego acceder a ella de manera directa, implacable.

Es en el sudor, en el sufrimiento, en el agotamiento, donde encuentra el viajero su razón de ser, pues estos ingredientes le hacen merecerse lo que después le regala el azar: agua, palabras, sonrisas y besos. Todo ello hace acto de presencia en cada viaje, con una frecuencia, a veces casi increíble. Es el regalo que no debemos exigir, sino esperar con paciencia, pues en cada pisada hay puestas mil esperanzas. El viajero no desespera ni sucumbe ante la adversidad, pues no hay espacio para lo negativo. El viaje se sustenta de gran dosis de aventura y azar y todo es posible. Quizá en ello, en la exaltación de lo azaroso, consista el viaje.

Cuando dejamos un pueblo, lo hacemos siempre con algo de nostalgia. Es tener la seguridad absoluta, espeluznante, de que jamás volveremos al mismo sitio, pues esto significaría reproducir la situación, congelar la imagen, y no solo esto, sino que aunque fuera posible hacerlo, nunca se darían circunstancias iguales, y a veces ni siquiera parecidas. Todo cambia y evoluciona. El viajero se convierte en un ser sin nacionalidad, pues se hace del camino y es en ese mismo camino polvoriento y caluroso donde encuentra su espacio y donde se conforma. No se entiende la reprodución de escenas pues todo ha quedado ahí, particularizado y singular, momentos de cristal que al reproducirlos se rompen.Por supuesto que se echa de menos cierta comodidad, cierta estabilidad emocional y cierta seguridad de que encontraremos lo que ansiamos. Pero si esto se hiciera realidad en el viaje, este perdería la mayor parte de su significado. El viajero está sometido a renunciaciones de todo tipo, pero es quien mejor entiende de aprovechar el momento que se le ofrece, a todo riesgo, casi con fiereza y esto, quieras que no, arrastra y contagia. Cuando se llega a un pueblo, a la cotidianidad espesa a veces que como un virus se extiende por los lugares, son los habitantes de ese pueblo, quienes se ven, de algún modo, encantados con las narraciones del viajero, que ante su necesidad de comunicación, producto de la soledad acumulada, no tiene problemas de divulgar.He observado que hay un intercambio muy positivo, a mi juicio, entre las gentes oriundas de un lugar, y el propio viajero. Vienes cargado y agotado, pides agua y se establece una comunicación, con diferente extensión, según el caso. Traes en tu mochila y en tu cabeza, múltiples sensaciones, que no tienen por que distar ni en tiempo ni en espacio, del lugar que ahora descubres. Todo ello, mezclado con tu punto de vista sobre las cosas, es tema de conversación, al que se agregan otros ingredientes locales y no tan locales, quizá incluso universales, que tienen las personas acostumbradas al sedentarismo.Ellos valoran tu esfuerzo, tú valoras en ellos la resistencia al terreno, la supervivencia aún en sitios donde la presencia humana es escasa por falta de recursos. Pero yendo más allá: es una comunicación recíproca de gestos compartidos, lo que uno espera del otro y viceversa, lo que hace más conmovedor el momento.

Ellos ven tu mirada brillar en medio del calor del mediodía, tu mirada que atraviesa el terrón ennegrecido de la rutina, de la cotidianeidad. Y esto les hace volar, al menos por un instante. Para protegerse y no caer, te comentan que serían capaces de hacer lo mismo, pero que solos no. Al menos en compañía, al menos con la seguridad de que tienes alguien a tu lado. Es el pez que se muerde la cola. Solo en la soledad productiva existe la concentración necesaria para sufrir y vivir el viaje. Has llegado al límite, hay que retroceder y entonces se abre un campo de enriquecimiento mutuo. Comentas algo sobre las dificultades y esto nos regocija a ambos. Tú las sientes como un peso imprescindible, ellos como un peso innecesario.

Caminar por las sierras desiertas, que en todos lados se encuentrar, es estar expueto a la sed, al calor, a la soledad, al desafío y la búsqueda continua, es lanzarse al vacío, a veces sin agua, a veces, las más, sin nadie, a veces sin fuerzas, casi manteniéndote por convicciones internas que rozan la locura.Guadix es ciudad atractiva y bulliciosa, como digo. Es inicio y fin de mi camino. Casi un Santiago por así decirlo, tras nueve días de camino. Para Benalúa, árabe en nombre, como árabe es la mayoría de lo que hay oculto. Para Benalúa hay carretera que camina entre frutales, con circulación frecuente que te hace caminar por el arcén, a veces inexistente.

Las ventas son algo así como el respiro del caminante. En ellas se puede beber, comer, descansar, asearse y refrigerarse y si se dá el caso, echar un rato de charla, que nunca viene mal. Al viajero, a veces, lo que más le duele es estar todo el día callado, sin nadie con que mediar palabra. La moral se sustenta en el reconocimiento de los demás y ayuda ser alentado. Las ventas son clave para la supervivencia, en los tiempos que corremos, del viajero de a pie. Hay ventas muy grandes, modernas y con amplias cristaleras, pero las más, las que dan un aspecto antiguo y castigo y que son en las que se entra del tirón a cobijarse del sol, son aquellas que presentan regularmente, sombra en el porche y sillas fuera. Siempre hay otra actividad aparte de la hostelera y no dejan de verse alrededor del edificio, gallinas, pavos y otros animales de corral. Tambien árboles frutales y aperos por todos lados. Hay ventas con nombre propio: La Venta del Peral está en el camino que llega de Cúllar a Canilles. En El Margen, hay una venta: Los Paraisos, que recibe su nombre de la multitud de estos perfumados árboles que encontramos justo enfrente.Transcribiendo de mi cuaderno de notas, que llevé durante todo el viaje: “..Bajada en Guadix. Bullicio de ciudad. He sacado algo de dinero y he tomado la carretera a Benalúa de Guadix (1), entre los cultivos de melocotones a una orilla del río Fardes. Hay seis kilómetros entre Guadix y Benalúa. Pasan muchos coches y hay peligro, pero no he localizado ruta alternativa. He cogido melocotones y al bolsillo. Tambien algún almendro, pero pocos. Más adelante, pasando Benalúa, plantaciones de tabaco. El agua, por inundación, para los melocotones y por surcos para el tabaco. Procede del embalse de La Peza. Voy caminando, llego a Benalúa y casi sin parar a Fonelas. El atardecedr se me echa encima y se levantan los olores frescos a frutal con el ocaso. La luna roja, amarilla fogosa, asoma por el este, a mi derecha. Es hermosa y plena. He hecho varias fotos. A lo lejos, un pueblito abandonado y casas-cueva derruidas. Hay secaderos de tabaco y de vez en cuando una fábrica que vierte su suciedad a una chopera, dejando su tierra como una nevada. Se me ha hecho casi de noche y pasan los coches deprisa entre las choperas altivas y alineadas como una formación de soldados. Cruce de Belerda de Guadix. Hay varias casuchas. Por la rambla del Fardes corre un hilillo de agua. He llegado, al fin a Fonelas (2), donde hay algunos monumentos megalíticos que se indican en un cartel a la entrada del pueblo. Fonelas está en fiestas. Son las fiestas de la Virgen de Fátima. Hay luces en las calles de acera a acera. Viendo la luna llena, redonda, a un lado y el pueblo anunciando fiesta a otro, he pensado en aquellas noches y aquellos besos furtivos en algún pueblo del camino, mientras toca la orquesta pasodobles y se cuece la noche entre la música y el baile. Con estas he entrado en el pueblo y he dado una vuelta después de la cervecita obligada con tapa incluida por cien pesetas. Preparan en la plaza de la iglesia un castillo de fuegos artificiales y un conjunto ensaya en la plaza del ayuntamiento, sobre un entarimado, para pulir defectos. He subido a lo alto, a una especie de parque desde donde se puede ver todo iluminado y las casas-cueva en lo alto. He buscado algún lugar para echarme luego a dormir. Abajo, en un canal que cruza el pueblo, me he lavado los pies, remojándolos en medio de la corriente. La gente pasa y mira extrañada. Después he ido a tomarme otra cerveza y escribir. Cuando he visto que se acercaba la hora, he seguido a la gente y he contemplado los fuegos artificiales con sus figuras pirotécnicas y los petardos que dan lugar a paraguas mágicos a modo de bóveda sobre el cielo, dejando color y fantasía. Caen, imprevisibles, los palos guia de los cohetes y los niños, como en todos los lugares, se pelean por recogerlos del suelo. Poco a poco, se ha ido dando paso a la verbena y los lugareños en su mayoría, se acercan al centro de la plaza para bailar al son. He bailado solo todo el tiempo y tomado cerveza. Así es que cuando ponen pasodobles o sevillanas, me he quedado al margen, moviéndome un poco para disimular. A una chica, que parecía dispuesta, le pedí para bailar, pero me dijo que no y se fué. Más tarde y casi diría yo, por compadecerse, me hicieron hueco unas mujeres un tanto desenfadadas, quizá un poco a lo loco, como olvidando la normativa popular de la prudencia y el recato. Me divertí un rato y luego abandoné la fiesta para subir las calles hasta lo alto, donde el forastero encuentra a duras penas un rincón sobre un tejado, al lado de la chimenea, donde tender la manta y dormir a la luz lunar que casi le desvela toda la noche. Antes, intenté pegar ojo al lado de una pared, en un parquecillo, pero se fueron acumulando pandillas de adolescentes y lo llenaron todo de ruido y la algarabía era insoportable. “Sobre un tejado repleto de cal, la luz de la luna es un candil toda la noche. Ruido de pájaros en el cielo”.

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