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feranza

SEXTO DÍA: 19 DE AGOSTO

Me he levantado sobre las diez de la mañana. Mi cuerpo ha aprovechado la coyuntura de cama en blando y la tranquilidad, temperatura ideal y absoluto silencio que se respira en este lugar. He bajado a la fuente para lavarme un poco y despejarme y después a tomar café. Con la buena noche y el estímulo de la cafeína, he soltado las palabras y he conversado un buen rato con un cura de Galera que estuvo destinado en Cartagena y que tampoco tenía mucho que hacer esta mañana. Hemos hablado del campo y de las excursiones. Poco después he cogido el camino del yacimiento de Castellón Alto, dejando la mochila en la sede de Natura Galera, en la segunda planta del edificio consistorial. Allí nadie le toca. He cogido cámara de fotos y documentación. El día está bastante caluroso. Abajo, en el barranco, transcurre sin ruido el río. Es un camino polvoriento y seco. Luego hay que subir una cuesta hasta la entrada del yacimiento, que está rodeado por una valla. Toda la montaña está llena de piedra de yeso. Es curioso comprobar como se rayan con la uña. Al cabo del rato ha llegado la chica que nos ha mostrado parte de los restos. Se llama Mª Victoria. Ya había una pareja allí de Madrid esperando. La explicación ha sido completa y muy puntual. Aquí estuviero asentado un poblado hace unos tres mil quinientos o tres mil setecientos años. Por lo visto, hace millones de años, el mar llegaba a estas alturas, metiéndose por lo que hoy se conoce como las Ollas de Baza y Guadix. El yacimiento argárico ofrece hasta cinco o seis alturas, donde vivían gentes de distinta condición social. Hay enterramientos en cavidades, donde se han extraído restos de huesos y utillaje personal y que ahora se conservan en museos. Algunos de ellos en Madrid. Después de Mª Victoria, vino, para seguir las explicaciones, Eva, una chica que formaba parte del grupo de ayer. Ella ha continuado con la leyenda, pero como el calor es sofocante, le hemos pedido que abreviara. Quizá no es buena hora para venir aquí. Tras el recorrido, ciertamente interesante, hemos bajado al pueblo en el coche de la pareja de Madrid y luego me quedé en el bar Manolo, tomándome una cerveza con Eva, Raquel y una mujer de unos cuarenta y tantos, que se llama Maribel y que es amiga de Eva. Allí a la sombra se está bien y las cervezas entras solas. Maribel, su marido Lorenzo y su hijo David, viven en Barcelona, aunque son oriundos de esta zona. Se fueron Eva y Raquel y sobre la marcha, me quedé a comer en el bar, en el interior con el matrimonio y su hijo. Allí los cuatro en un compañerismo nacido de pronto, compartiendo la hora del almuerzo. Comimos como reyes, ensalada, cordero a la plancha con patatas. Tras la comida, café y pacharán. Llamé a Raquel a su casa, pero al poco tiempo de venir, se fué. He ido a dar una vuelta a la plaza, donde algunas personas se afanan en montar el mercado medieval que se pone en marcha esta tarde. Hay tenderetes de lona y mesas. Los objetos de vidrio, barro y otras artesanías se van colocando poco a poco. Hay actividad comercial primitiva que recuerda a los zocos árabes. Allí se encontraban Miguel Ángel y Rosa, metidos de lleno en el fregao. Rosa, antes de irme y después de haber hecho un pequeño recorrido por el barrio alto del pueblo, se despidió de mí, como disculpándose por no haberme podido atender más tiempo, debido a su ocupación. No hizo falta, pero ello me indicó la calidad humana de la muchacha que para octubre quiere irse a estudiar a Posadas, un ciclo de formación relativo a temas medioambientales y culturales. Allí, en un puesto de venta de jabones y productos derivados del aceite, conocí a una pareja de Rute, que me invitaron para ir a su pueblo y conocer Adebu (Asociación de Defensa del Burro). Me pareció interesante y me quedé con su teléfono. He salido de Galera, con la mente poblada de recuerdos, casi imperceptiblemente, atravesando el rio Orce y metiéndome por un camino a la orilla izquierda del río y al que se ha llamado Camino de la Vega. Ya tenía ganas de encontrame con los caminos de tierra, por esos que resulta más libre andar, con menos vigilancia y peligro. Es este un sendero que transcurre, como digo, paralelo al río y donde se ven numerosos bancales, huertas y excavadas en la roca, algunas cuevas abandonadas con sus ventanucos oscuros, casi arrebatadas de nuevo por la montaña, para la propia montaña. Hay pastoreo y cultivos. He parado en una huerta donde una señora, inclinada, arrancaba yerbajos de los pimientos. Cuando se agachaba, se le subía el vestido. He estado un ratito mirándola desde el camino, lascivo, curioso, sin decir nada; pero temiendo ser descubierto, he bajado a pedir agua. Unas niñas se bañan en una alberca dando gritos y chillidos agudos. He continuado caminando, intentando calmar al corazón voraz de emociones, hasta divisar el lugar conocido como Fuencaliente de Orce ( tambien Huéscar tiene su Fuencaliente, que no llegué a conocer, pues pillaba un poco fuera de ruta ). El caminos se hace tortuoso y como no he visto vereda alguna, me he metido por los sembrados, campo a través hasta el recinto de los baños. Es un merendero en torno a una gran piscina donde conviven los barbos con los bañistas. Todo está cubierto de árboles de gran altura, que ofrecen una sombra acogedora. Me he puesto el pantalón del bañador, un pantalón corto pensado para hacer deporte y con él me he metido en las aguas no tan frías como se pensaba. Varios largos y luego a secarme al sol, ya en declive. Para hacer tiempo he hablado con dos chicas, una de ellas de Sevilla, que estaban tumbadas en la hierba. Al viajero no deja de extrañarle, que sin decir nada y sin poner apenas nada de su parte, haya gente que le conozca y le dirija la palabra para saludarle, como si nos hubiéramos comido una paella juntos, humedecida con vino tinto. Lo cierto es que un chaval que estaba por allí, al verme, me saludó. Es de Orce y ayer, en la carretera, cuando venía pensando en las casualidades, por lo del reloj, quiso montarme en su coche para llevarme a Galera. He llegado a Orce por carretera y ya medio oscureciendo, con la piel fresca. Me he comido en la puerta de una tienda dos yogures, del tirón, a cucharada limpia, como si me pesaran en las manos. He ido buscando la plaza pasando al lado de uno de los impresionantes muros del castillo de la Siete Torres, que data del siglo XI y que alberga en su interior el museo arqueológico y paleontológico. La plaza está animada. Me he tomado una cerveza para pensar mejor y luego, dando un paseo, he descubierto la belleza empedrada y agreste de la Posada de Los Caños, junto al Palacio de Los Segura, rehabilitado para fines culturales y oficina turística. Como las dueñas de la pensión se encuentran en un bautizo, he ido mientras a dar un paseo, En el patio recibidor de la posada, como he dicho antes, de suelo empedrado y paredes encaladas, se está muy a gusto. En las paredes hay bombillas que dejaron de funcionar y a las que se les ha echado agua y ahora sirven como maceteros pequeñitos para plantas hígrófilas como los potos. El apaño queda bien y sería interesante copiarlo. La posada tiene puerta de madera, de esas que exigen una llave de hierro pesada y de la que es difícil obtener un duplicado. El conjunto de todo ello dá a esta pensión un carácter de intemporalidad y romanticismo que me atrajeron desde el primer momento. De ahí que hiciera tiempo para convenir el alojamiento. Cuando al fin llegaron las dueñas, dos señoras mayores, hermanas y tristes, por la reciente muerte de su hermano, pude ver la habitación, situada en la primera planta, con ventana a corral de parra. En mil pesetas se quedó la cosa, aunque solo pasara una noche y el precio para esta fuera de mil quinientas. Subí mis cosas y me dí un baño. Después salí a dar una vuelta y conocí, al lado del castillo a un grupo de unas cuatro o cinco chicas de entre diecisiete y diecinueve o veinte años. Entre ellas hay una muy delgada que se llama Mª Carmen y es de Granada. Nos hicimos fotos en la fuente, una fuente grande de cuatro caños y es por este nombre por el que se la conoce. Es además sustento de un lavadero anejo, pero que está cerrado con llave. Después de la foto y la fuente, subimos a la Cruz, con el cielo estrellado y donde el airecillo de la altura reconforta. Para subir allí hay que salir por la zona alta del pueblo, atravesando una pequeña placita, que cuando horas antes descubrí, la elegí para quedarme a dormir si fallaba la pensión. Es una placita con jardincito y casas pequeñas donde todo el mundo se conoce y que en medio de la tranquilidad, ofrece un escenario inigualable para pasar la velada, sentado al fresco. Como digo, subimos todos a la Cruz. Un chico de unos dieciocho y otras tres chicas. Jugué al amor entre los escarceos verbales de la pandilla y luego, henchido de luna y noche, bajamos al pueblo para despedirnos. Una de las chicas, alta y guapa, que vive en Valencia, me dejó su teléfono móvil por si quería alguna foto. Entré en la posada, que tenía la puerta encajada, con todas las luces cerradas, deslizando mi mano por las paredes para orientarme y subir a tientas las escaleras, buscando el interruptor para llegar a la habitación. Al fin y como si de una pequeña odisea se tratase, pude meterme en la cama no sin antes quedarme un momento mirando por la ventana, con la luz abierta.

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