Blogia
feranza

TERCER DÍA: 17 DE AGOSTO DE 2001

He madrugado y a las seis y cuarto ya estaba ultimando para coger la mochila y salir de la pensión, dejando las llaves en recepción y tomar la calle a la izquierda, atravesar el puente y meterme en el bar La Sociedad, uno de los pocos abiertos a esta hora, para tomar un café. Antes me tomé un plátano que ya comenzaba a ponerse demasiado blandito. En el bar hay ajetreo de cafés, madrugadores, trabajadores, humo de tabaco y copas de coñac. Hace calor aún a estas horas, en que todavía ho ha salido el sol y lo único refrescante son esos dos mensajes seguidos de Beti que me llenan de felicidad, que me colman de dicha, con ese “Te quiero” final. He salido hacia la derecha, por una calle donde los hombre en las aceras, esperan el vehículo que les llevará al trabajo. Son hombres grises, con sus neveras azules, todas iguales, que dejan sus casas para acudir a los trabajos, dia a dia, así siempre, con sus neveras azules y la comida del día. He bajado hacia la carretera que conduce al río, pasando al lado del centro comercial Eroski y luego continuando hasta una gasolinera, donde he preguntado en busca de información.
Aunque en principio pensé continuar el curso del río, por su cauce seco, al final, y debido a la dificultad para caminar en un sendero no siempre claro, he optado por seguir la carretera, via de servicio entre chalés y huertas familiares, terrenos de melonares y granjas de cerdos chillones, muertos de hambre. Es un camino asfaltado que conduce, tomando otro a la derecha, a la iglesia de Santa Gertrudis. Comienza a salir el dios Sol, enorme y naranja, abriéndose paso entre las nubes. Sudo, camino y callo. Pienso, sigo caminando entre los olores de las huertas, los ladridos de los perros desesperados detrás de la reja que se desgañitan sin sentido cada vez que alguien pasa delante de la finca. Son perros ladradores y por fortuna, poco mordedores. Perros de todos los tamaños y colores, perros y más perros. Paso a paso, he llegado al cruce con la carretera que conduce, a la derecha a la iglesia de Santa Gertrudis y he continuado recto. Huele a cerdo, a desechos. En la bifurcación he preguntado a una mujer que iba en coche y que se ha limitado a hablar despacio, muy bajito, sin abrir el cristal. Desconfía de mí y no me entero de lo que dice. Solo he sacado en claro que es mejor tomar a la izquierda. Sigo, un poco por intuición, ese camino y al pasar junto a una explotación, he preguntado de nuevo, esta vez a un hombre curtido por el trabajo, un hombre de la zona y acostumbrado a los azotes de la vida. He retrocedido un poco y cogido una carretera que me ha llevado hasta tocar la vía del tren y continuar a la dereha por la vía de servicio T - IV paralela a esta. He cogido n melón del tamaño de una pelota, amarillento y maduro. Por la vía de servicio van pasando grupos de inmigrantes marroquíes. He saludado y cambiado algunas palabras con ellos. Me cuentan que hay mucha gente y poco trabajo. En sus rostros se refleja, sin interferencias, la mirada de desesperanza, de hastío, mientras siguen caminando de espaldas al sol, esperando el momento, la ocasión, la oportunidad para reclinarse en la tierra y coger su fruto a cambio de lo que sea. Uno de ellos me ha pedido tabaco, que no pude ofrecerle. Es un chico joven y tiene un gesto jovial, casi filosófico. Al final, se va distinguiendo en la bruma matinal, el perfil de la estación de FFCC de La Hoya.He cruzado la vía a esa altura y entrado en el pueblo hasta el pie de la iglesia, donde he pedido agua y he partido el melón para comérmelo enterito. Luego he entrado en un bar y he pedido café y tostadas con tomat y aceite que me han hecho un bien sin palabras y desde aquí escribo. Frente a mí, la masa montañosa de Sierra Espuña y de nuevo la incertidumbre. A ver que pasa. El sol está pegando de la lindo y resplandecen en fucsia, con fondo blanco, las coronas de buganvillas. El bar se llama Bar Toni. Durante todo el tiempo han ofrecido al viajero música ambiente, con ritmos tropicales, muy animada. El viajero paga y se siente muy bien, porque hay buen servicio y es económico ( 250 ptas todo ).
Así es que he salido y luego entrado en la tienda de comestibles Guedi, escrito en letras grandes y rojas. Guedi es diminutivo de Águeda, que así es como se llama la dependienta, una chica de veintidós años : Águeda Bravo Martínez, C / Mayor nº 17 - CP : 30816, La Hoya, Lorca - Murcia - . Me ha dejado tambien sus teléfonos, el móvil y el fijo. He comprado víveres: zumos pequeños, chocolate, pan. Cuando me ha dado la cuenta la he mirado y le he comentado que estaba escribiendo un libro, en denitiva, mi leyenda. Le he dicho que si quiere, pues que le mando una copia cuando esté listo, aunque esto último no lo he dicho convencido. La chica, mientras anotaba su dirección completa en un papel, con teléfono y todo, quizá ignoraba que mirándo a través de su escote, asomándome al balcón de sus redondeces y formas regalo del cielo, estaba creciendo dentro de mí un deseo en escalada que hacía anclar mis ojos. La chica escribía, yo miraba sus senos redondeados, deseando que no terminara nunca y que su dirección fuera una dirección extensa, como la que tienen los edificios públicos o la de las personas que viven en ciudades, en barrios numerados. Águeda se casa dentro de dos meses. Me he marchada, pero cuando he caminado unos metros, algo me hizo volver, un deseo irrefrenado. Me sentí atrapado por la voluptuosidad de aquellos pechos, por el calorcillo que emanaba, por sus ojos... Y dí la vuelta. Al entrar en la tienda con la excusa de hacernos una foto, estaba acompañada, algo se había roto y tuve que resignarme. Para disimular, entré en la carnicería anexa y compré un salchichón de carne de cerdo. Con mis deseos reprimidos, en ebullición, con mis cavilaciones y un tropel de fantasías, fuí poco a poco volviendo al río de mi camino y conformándome. Antes de salir de La Hoya me paré en un bar para preguntar por un camino que me pudiera colocar en linea recta en Aledo, pero no me indicaron con exactitud y continué la carretera hasta dar con la nacional y luego un poco a la izquierda hasta meterme casi sin pensarlo, en la autovía. Los coches pasan sin parar. Hace calor y es peligroso el caminar, aunque dispongo de arcén suficiente. La única ventaja es que los vehículos, al pasar, levantan un poco de aire y me alivia. Caminando por la autovía, paso a paso, mirando de frente a los turismos y camiones que vienen de cara, a los turistas extranjeros con matrículas distintas. Mirando al frente, buscando señales de algún carril paralelo. Con el viento de los vehìculos mi gorra voló y fué a caer al cauce seco de un río, justo debajo de dos puentes paralelos, de las dos carreteras, la nacional 340 y la autovía. Dejé la mochila y bajé para recuperarla. En ese momento me dí cuenta que esto podía suponer una señal y continué esta rambla hasta dar con un camino que se mete entre fincas de cítricos. He tomado a la derecha, hacia el sentido de mi marcha. A mi izquierda y derecha regadíos de limoneros y naranjos. He pasado por el “Cortijo Chico”, llamado así, aunque es bien grande y hermoso. Ha pasado un hombre con un coche. Por casualidad voy en buen camino y al pasar unos eucaliptos que flanquean el sendero, voy a parar a la vía de servicio paralela a la autovía y que me llevará a Totana. Antes, refugiado tras el tronco de un enorme eucalipto, silencioso como una tumba, arropado por su sombra, me he satisfecho yo solito, oyendo el ruido de coches que pasan monótonamente por la carretera y mirando el verdor de los árboles frutales. Un desasosiego interior puebla la mente del caminante, una intranquilidad excitante le impide caminar con soltura y concentración. A veces, el viajero se ve preso de un acaloramiento que no puede controlar y cualquier elemento, una figura al trasluz, unas piernas que suben unas escaleras, una silueta, la redondez de unos senos, pueden turbarlo. Porque el viajero necesita, de cuando en cuando, un recreo para su mente, para sus pasos a veces monótonos. El viajero, vé que se le aparece la virgen cuando le dedican una sonrisa y se siente agradecido como él solo. He continuado caminando por la carretera en dirección hacia Totana ya más relajado, más tranquilo, más liviano.


A mi izquierda abundan cultivos de sandías y labores agricolas de plantación de brócolis a través de unos tubos de zinc que se clavan en la tierra. El campesino va depositando dentro las pequeñas plantitas de pocas hojas, que quedan colocadas automáticamente en la tierra. Las mujeres van ataviadas con pantalones anchos y camisas de colores, llevan sombreros de paja con una cintita para protegerse del sol. Les he saludado con la mano y he continuado el camino. He dejado la señal que anuncia el desvío a Lebor y más adelante a El Hinojar. Lebor queda a la izquierda y hay que cruzar la carretera y El Hinojar a la derecha. Ambos son pedanías de escasa entidad. He llegado a una gasolinera donde compré una botella de agua mineral y he rellenado la cantimplora. La que sobraba, me la he ido bebiendo por el camino. De paso, lavé un par de tomates y me los eché a la boca. Estuve hablando un ratito con dos hombres : José, trabajador en la estación de servicio y un amigote de él que se llama Antonio. He continuado, acercándome a Totana y veo a un lado y otro, almacenes y explotaciones ganaderas. En Totana me he metido por la calle principal para luego tomar a la izquierda y en una rotonda con un monumento que representa a una figura femenina hecha en piedra, he cogido a la izquierda, hacia el centro de la ciudad, hasta llegar al parque. He pedido una cerveza y me he sentado a descansar. Antes, entré en un centro comercial a las afueras y compré dos yogures. Mo me dió tiempo a más, el aire acondicionado estaba muy fuerte y noté una diferencia de temperatura que me asustó. En el parque me he comido medio salchichón con pan y poco más. A mi lado, en otro banco, dos mujeres de Marruecos hablan entre sí, mientras el hijo de una de ellas se aburre como puede. Una de ellas, Hafida, se ha levantado y me ha pedido un cortauñas que le dí con mucho gusto. Es una mujer ya madura, de unos cuarenta y tantos largos años, calculo y hemos hablado en francés. He tenido que esforzarme, ahora intelectualmente, para seguir la conversación. La otra no habla nada más que árabe y alemán, pues está trabajando en Alemania. No recuerdo ni su nombre ni el del niño tampoco. Hablando, hablando, hemos hecho confianza natural y he recogido mis cosas para acompañarlas a comer al Hogar del Jubilado, con fondos subvencionados. Mientras ellas comen de lo que hay en las vitrinas, yo me tomo un café. Es un edificio acondicionado, con exceso de aire frío quizá, donde los vejetes se entretienen a los naipes o simplemente hablando. Algunos mayores han intentado ligar con Hafida y uno de ellos conoce bien el francés, manteniendo una conversación fluída con ella. Después me he despedido y bajado al parque para tumbarme a la sombra, bajo un pino y sobre el césped con mi saco por almohada y el aislante debajo. Aunque se está cómodo, las moscas inoportunas y un pelotón de hormigas han limitado mi siesta a un rato, en el que he tenido que poner a trabajar mis brazos para espantarlas una otra vez sin fruto ni consecuencias.


Pasadas las seis , he decidido levantarme, asearme un poco en el bar donde estuvimos y tomar rumbo a Aledo por La Santa. Voy subiendo por las calles altas de Totana y saliendo poco a poco del pueblo. A las afueras, pasada la gasolinera, se suceden los chalés con jardín y los olores se incrementan. He caminado bien. Llevo agua suficiente y además fresca, de botella. Mis recursos hídricos son buenos, el camino ensombrecido y cae la tarde. Que más se puede pedir. La amenaza de un sol inquisitivo, se ha borrado y aunque hay algo de subida, más que restar ánimos, los fortalece. Hasta La Santa, hay ocho kilómetros, a Aledo diez. En el kilómetro cuatro más o menos, se han terminado las urbanizaciones para comenzar una zona de montaña cuajada de pinares. El olor atrayente y algo lujurioso de este árbol, me llena el espíritu y me trae recuerdos vivos, palpitantes, de todos los viajes, hasta incluso de aquellos primeros, sinendo niño, cuando en los veranos, con mis padres íbamos a pasar unos días fuera de la rutina del pueblo, ca casa de unos tíos que viven en la provincia de Tarragona.


Pasan por la carretera, de vez en cuando, ciclistas con su indumentaria deportiva, sudorosos, desafiantes. Nos hemos saludado, quizá porque ellos al igual que yo, sufrimos y nos unimos frente a la montaña, con el esfuerzo. El viajero va reflexionando a medida que avanza, pasando uno y otra curva. El viajero no deja nunca de pensar y se va dando cuenta como la montaña le abre las puertas al camino. El viajero siente, quizá de pura corazonada, que el camino se ha dado cuenta que hay un hombre que lo va recorriendo paso a paso con su mochila y se deja hacer, abriéndose de par en par para mostrar su cara más buena, más amable. Esto puede parecer extraño, increíble, pero el caminante, que se siente feliz, potente, poderoso, pone su mente a trabajar en el sentido que más le conviene. El viajero se sustenta solito, con los estímulos que va encontrando y que a veces pueden parecer insignificantes, con las gentes que se encuentra, con la sierra y la montaña, con los caminos acogedores. Pero ante todo y por experiencia, no da nada por hecho y procura animarse.Es en este momento cuando he tenido la intuición de estar entrando en la juventud del camino. Subo y subo de un tirón, con la camiseta empapándose, pero sin tregua para descansar. Así es que a las ocho menos cuarto de la tarde, me he encontrado en el cruce que nos conduce al Santuario de Santa Eulalia ( La Santa ) Siglos XVI - XVIII. Se ven edificaciones en construcción y al rebasar el lugar, tambien la planta exterior de una iglesia o ermita. Más adelante, a la izquierda, un área recreativa y la figura levantada sobre pedestal de La Santa. Nada más pasar todo esto, el terreno se allana. Al fondo, ofreciendo imponentes vistas, el restaurante con mirador “ El Jumero “. He subido las escaleras para disfrutar de la tarde con el sol cayendo. Abajo, Aledo, villa medieval, detrás lo recorrido antes, las primeras luces de Totana y la infinitud de caseríos alrededor, en medio del valle. Me he tomado una cerveza y me ha llamado Beti, que está de guardia en en hospital. Hablando con ella miro al pico más alto de Sierra Espuña, el Morrón de Sierra Espuña, donde se ubica un Escuadrón de Vigilancia Aérea del Ejército del Aire. Pico Espuña 1583 m sobre el nivel del mar. He hablado con Beti. Es sus suspiros silenciosos, en sus sonidos, en sus anhelos, compruebo la dimensión de su amor, que toca las cimas montañosas que se elevan a miles de metros por encima de las nubes que ahora pueblan la sierra.
Y así, mientras utilizo mi cuerpo para definir, para recorrer el terreno, como conejillo de indias, como banco de pruebas de mí mismo, ella, en el hospital, mira el mapa y sigue mis pasos en la lejanía. Sé, sin que ella lo diga, que a cientos de kilómetros, con su dedo, con sus ojos, con su imaginación y sobre todo con su deseo, recorre tambien los kilómetros que día a día voy dejando atrás. No me he sentido nunca tan acompañado como en este viaje, precisamente porque yo lo vivo y ella lo sueña. Vida y sueño, una misma cosa con distinto nombre. La vida crea el sueño, que se alimenta de ella y a la vez, la fortalece. Así es la cosa; los dos viajamos con el soporte de mi cuerpo. Este libro es reflejo de este viaje común y por eso va dedicado a ella, en gratitud a este sueño tan hermoso que puebla sus noches y en el que me siento dichoso de aparecer.


He caminado el kilómetro que resta para llegar a Aledo y me he metido por la calle larga que conduce al final del pueblo, justo a la plaza donde se sitúa la iglesia, el ayuntamiento y el castillo. Antes, paré a la entrada, al lado de una fuente, para hablar un poco y luego para comprar postales para el recuerdo.Aledo espera fiestas a final de mes y en la plaza, por la puerta trasera del ayuntamiento, dos chicos se afanan en el montaje de las luces. Uno de ellos ha entrado en el edificio y me sacó varios folletos del pueblo. Uno de ellos, resume un poco de historia y monumentos, algo de gastronomía y artesanía que yo comento por encima: “ Aledo tiene 50 kilómetros cuadrados y se extiende en la vertiente meridional de Sierra Espuña. Tiene 600 m sobre el nivel del mar. Cuenta con 991 habitantes dedicados en su mayoría a la agricultura, cultivos de regadío para la uva de mesa, variedad “dominga”, situadas en las zonas de Los Albares y Los Gallos. tambien se cultiva almendra y vides. Aledo, en su historia, hay que nombrar que se remotna al siglo X, en la dominación musulmana, de ahí, la fortaleza existente y que pasó a fines del siglo XI a manos cristianas con Alfonso VI. Recuperación y abandonos cristianos hasta el S XIII que se incorpora el Reino de Murcia a Castilla. Aledo fué entregado por Alfonso X El Sabio al Maestre de la Orden de Santiago, Palay Pérez Correa. En la reconquista de Granada se produce un descenso de habitantes, al haber perdido su condición de baluarte fronterizo. Es por ello por lo que pasa a depender de Totana. A partir de 1793 se separa de ella y es considerada como la Muy Noble y Leal por intervenir en campañas en defensa de Cartagena con Felipe III o con Felipe V en la Guerra de Sucesión y de la Independencia.Monumentos destacables son : Torreón Árabe y resto de Murallas del antiguo Castillo. La Picota, antigua construcción para el castigo. El Torreón ( La Calahorra ). Iglesia estilo barroco ( S XVIII ) con torres gemelas a los lados y fachada estilo herreriano. Es famosa en Aledo, sus alfarerías para decoración y algo de esparto.


En cuestión de gastronomía destacan las gachas migas con tropezones y el Jallullo, con harina.


Alrededores : Cueva de la Arboleja ( Estrecho de la Arboleja ), Cueva de la Manta.El viajero se ha metido para cenar y escribir, en una terraza con música y mirador, pasada la iglesia. Allí ha conocido a una gente fenomenal que le han puesto para alimentarse, unas morcillas, lomo y salchichas, remojadas en cerveza, todo ello con un humor y simpatía envidiables que le han hecho sentirse amplio y feliz como en casa. Las vistas son nocturnas y detrás queda El Torreón, que posiblemente albergará esta noche, en sus alrededores, el sueño del caminante.


Hace fresco aquí arriba. Después de la cena y las cervezas, he salido para dar una vuelta por los alrededores. El lugar constituye una atalaya impresionante, con unas vistas de pájaro a gran altura. El viajero está explorando los rincones para cobijarse fuera de la luz y del frío. El viajero, tras seguir algunas indicaciones, va a colocar su saco bajo unos setos, detrás de un muro, en una zona resguardada a la que solo se accede por un lugar. Y después de despedirse de todo el personal que mantiene la terraza “ El Patio del Cura”, se va a dormir, abrigándose y escuchando a cada momento el sonido monótono y metálico de las campanadas. Han cerrado la terraza y el silencio es absoluto, casi increíble. EL viajero se siente bien, tumbado boca arriba viendo las estrellas hasta que se quita las gafas y al poco, se va quedando dormido de cansancio y de felicidad.



0 comentarios