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SEGUNDO DÍA: 15 DE AGOSTO

Segundo día. Me he levantado sobre las ocho y media de la mañana, aunque he estado presente en el recorrido lunar, desvelándome continuamente. Un galgo flaco, negruzco, enjuto, con pinta de comer poco, me ha despertado con sus ladridos. Cuando me ha visto levantado, se ha callado y se ha tumbado al sol, a los primero calores mañaneros. Tengo algo de frío en el cuerpo a pesar de que duermo con saco y aislante debajo y he bajado al pueblo a desayunar. Las mujeres barren la puerta. Juani, una mujer simpática y abierta, con la que bailé anoche, ha madrugado y la he encontrado dale que dale con la escoba. Nos hemos saludado. En el bar me dieron el desayuno. Uno con una pierna rota me contó sus penas que le salieron como podían mezcladas en copas de coñac y carajillos. Salí del bar y tomé de nuevo el camino, siguiendo la carretera en dirección al cruce con Pedro Martínez y Huélago a la izquierda y Villanueva de las Torres y Alicún de las Torres a la derecha que es por donde me he metido. Cuando he visto la rambla seca del Fardes he caminado por ella, pero ha llegado un momento en que la espesura de vegetación hacía impenetrable el paso y he tenido que volver a la monotonía del alquitrán. Así poco a poco, alternando rambla y carretera. La rambla es camino alternativo bastante querido por el viajero, pues por él se anda sin ruidos ni peligros de velocidad y el piso, al ser de tierra o arena, es más fresco. Además, seguir el curso del río, es como dejarse ir por el paso natural del agua donde se suelen encontrar veneros o algún chorro de nacimiento que alimenta el cauce. Hay arboledas de chopos a mi derecha en el sentido de la marcha. A la izquierda, se elevan las lomas peladas, secas, con matojos propios de desierto o semidesierto. Cuando he vuelto por segunda vez a la carretera, ante la imposibilidad de continuar por la rambla, ya solo quedaban dos kilómetros para los baños de Alicún y todo el complejo turístico montado alrededor con el nombre de Termas de Alicún. Me he aproximado al recinto, donde, como es festivo, se dan cita cientos de personas de todos lados. Piscina en festivos 1050 ptas. los adultos. (por casualidad es festivo hoy, día de la Virgen). Dentro hay merenderos, terrazas, restaurantes y varias piscinas, una mayor, cuya profundidad máxima no rebasa los 1’70 mts., donde el agua se mantiene a 24º C y otra más pequeña, para niños, de profundidad entre 0’20 y 0’60 y de temperatura algo más elevada, de 32 º C, por encontrarse más cerca del manantial. Como he llegado acalorado, me he puesto el bañador y me he zambullido sin más preámbulo. He probado la emoción olvidada del trampolín y el tobogán. Como no he encontrado sitio donde dejar mis cosas, he colocado la mochila donde he podido, más o menos a la vista. La sombra de los pinares tiene inquilinos que no se quieren ir. Alicún de las Torres, que se encuentra a 750 m. de altitud, posee un balneario con instalaciones de balneoterapia y un gran hotel. En los alrededores del balneario, existen ocho dólmenes, hacia el término de Gorafe. En el restaurante, donde he pasado buena parte del tiempo en el balneario, una mujer endemoniada ha liado una buena, subiendo encolerizada a la parte de arriba, donde se encuentran los comensales e irrumpiendo con violencia entre las mesas. Se oyeron ruido de cristales rotos, gritos y forcejeo. Al final, tras la tormenta vino la calma y la gente se quedó comentando, indignada el suceso. Por lo visto no la dejaron subir a la planta de arriba para comer, antes del horario establecido y se sintió agraviada. Todo el mundo pensó que no era para tanto. Comí una hamburguesa, escribí, estuve hablando algo con los camareros, que son una familia de Alhendín, pueblo cercano a Granada y al cabo del rato me tomé un café solo con hielo para espabilarme. He estado haciendo tiempo en la piscina para esperar que pasasen las horas de más calor. Por momentos he dudado entre continuar hacia Gorafe, continuando la carretera que tomé para venir aquí, o bien volver sobre mis pasos hacia el cruce y seguir hacia Villanueva de las Torres. Me he declinado por esta segunda opción y sobre las seis de la tarde he dejado este entorno de recreo, este oasis muy concurrido y me he dirigido, carretera adelante hacia Villanueva, durante los nueve kilómetros que la separan de aquí. El paisaje ofrece plantaciones de melocotoneros y hay que subir alguna cuesta donde se cria el esparto y el tomillo seco. Me he metido por las primeras calles del pueblo, he subido a la plaza y me he tomado una cerveza. En una tienda que hace esquina he comprado víveres, cogollos de lechuga, cabeza de jabalí, algo de fruta y galletas. He preguntado por un parque para comerme todo esto y he conocido a una familia que viven en Barcelona aunque son de aquí, de Villanueva. Hemos hecho confianza en poco tiempo. Me condujeron hacia una pista asfaltada que aprovechan para montar la caseta en la feria y que es un lugar cerrado con un escenario hecho de obra. Es un sitio pelado y más bien sucio. Una señora anciana me sacó de su casa una botella de agua y me quisieron rodar en video, pero creo que no les quedaba batería y eso me salvó. Con Vanesa, hija y nieta, me he sentado en uno de los veladores de la plaza y hemos estado un buen rato charlando y bebiendo algo. Me he comido lo que me sacaron a mí y lo que le sacaron a ella. La muchacha se ha mostrado muy cordial y me cuenta que en el pueblo la gente bebe mucho y que no pasan una noche que se vayan secos a casa. Que van todos juntos a las fiestas de los pueblos cercanos y que a veces se siente un poco presionada por la insistencia de los demás a la bebida y al tabaco. He pensado, que por estos lares, la juventud, a veces se mete en círculos de los que les cuesta salir. Tampoco ven muchas opciones. Para mí, que vengo de paso, todo me parece distinto y novedoso. Pero esto es otra cosa. He comido junto al Ayuntamiento, en el centro del pueblo, sentado en un banco de hierro, algunas cosas que llevaba, más que nada por quitarme peso y luego he ido con la mochila a cuestas, ascendiendo a lo alto del pueblo, buscando un lugar fresco para dormir. En un principio me tumbé en la plaza, bajo un tejado de chapa, pero hacía calor y los mosquitos se apoderaban de mí, pues tenía que destaparme. He subido, como digo, a lo más alto y allí, merodeando de un sitio para otro, preguntando a la gente que aún permanece, sentada al fresco en sus puertas, he ido a parar al parque, lejano y solitario que bajo la luna llena aún aparece más misterioso y mágico de lo que realmente es. En el silencio de la montaña, en este parque empobrecido y aislado, pasadas ya las enrramadas donde duermen las cabras y dejan su olor a ganado, me he sentido influenciado en la plenitud lunar. Casi como un ermitaño, he sentido la llamada absoluta de la soledad y he pensado tumbarme, para dormir sin tregua en aquella explanada, pero un sentimiento de protección, me ha hecho acudir al calor de las casas y descender un poco hacia las callejuelas ocultas. Después de tender un saco, en la puerta de una casa, al parecer deshabitada, han pasado dos chicas de 17 y 20 años, la más pequeña, Yoli, de raza gitana, Yolanda Heredia Carmona, natural de Málaga. La otra se llama Maite y es del pueblo. Son cuñadas. Según me cuentan, ya madres desde hace tiempo. Nos hemos conocido tras varios encuentros en los que yo las he saludado y ellas, con un gesto muy respetuoso, me han devuelto el saludo. Como nos hemos parado a hablar, se sentaron en el quicio de la puerta, justo a lado mío, para hablar. Me ha sorprendido esta situación, yo solo, sobre mi saco y ellas allí, en estos momento difíciles de repetir, cuando llegas a un pueblo y encuentras a alguien,que no huye del viajero, que no rehúsa de sus palabras, que se sienta incluso, como en esta ocasión, a su lado y de pronto aparecen las miradas, los gestos, la complicidad y un deseo irrefrenable hacia el beso. Esto es, la carencia de afecto, la necesidad a la que tantas veces sucumbo, de encontrar en cada palabra, en cada saludo, en cada sonrisa, un gesto de cariño, incluso de atracción. Nos hicimos una foto que luego era diapositiva y salió cortada y nos dimos la dirección. Todo son vanos intentos de congelar el momento, de intentar guardar lo mejor, de petrificar y fosilizar lo que allí pasó, pero esto es como meter en tiempo en un bote de cristal y la luz de la luna en una vasija de barro. Es el vano intento humano hasta la saciedad, de inmortalizar las cosas, frente a la dialéctica clara y desbordante del azar, de lo pasajero, de la rosa del instante, que acaba, a nuestro pesar, marchitándose para siempre, después de dejarnos su olor y su esencia en nuestro olfato. Y cuando ese polen, aún impregnado en nuestra pituitaria, deja ya de oler, es entonces el corazón y el alma entera la que busca desesperada en el hueco que ha dejado la separación. Lo perecedero de la vida se muestra aquí más palpitante y uno, por más que intente otra cosa, tiene que estar preparado para sufrirlo. Cuando me despedí de Yoli, la chica gitana, aún menor de edad, nuestros brazos se fueron dejando poco a poco, como si hubieran permanecido mucho tiempo entrelazados en una noche sedienta de amor y caricias. No fué así, apenas nos conocíamos, pero su juventud, sus diecisiete años, su capacidad de amar, que se le dibujaba en el rostro, su confianza en el amor, me hizo vivir momentos memorables imborrables en mis recuerdos. Un beso casi en los labios, en la comisura, entre la mejilla, pasto de piel extensa y acolchada y los labios, estuche de su pasión, entrada a su cavidad voluptuosa, a su boca que aún exhalaba el aliento infantil. Mezcla de madre y niña, hija de la luna. Me vino al recuerdo, no sé por qué, ese poema de Lorca, la Casada Infiel, quizá fuera porque el río, alla abajo, seguía transcurriendo nocturno y perezoso hacia el pantano. Recuerdo después, ya solo, tumbado en el suelo, arropado por mi saco, que tardé en dormirme. La luna se había empeñado en despertarme a latidos que desde dentro retumbaban.

 

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