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ESCRITOS RECUPERADOS SEPTIEMBRE 2006

RELATO EN LÁGRIMAS: “ Carlos, septiembre, segunda parte”


Cierro ahora los ojos al mundo, solo abriendo mis dedos y poniéndolos en movimiento frente a esta pantalla, para pensar en ti a través de ellos. He querido hacer esto: no recuerdo nada ni nadie. Es de noche, bebo cerveza que me concentra la mirada en un punto y trato de seguir adelante. Ahora quiero hundirme en mi soledad y ahondar aún más en la huella que está dejando él en mí cada vez que consigo poner en pie mis recuerdos más próximos y trato desesperadamente de darles vida. Naces no solo cuando naces, sino cuando alguien te reconstruye. Esta es la verdad que ahora me ampara. Lo he tenido entre mis brazos, he querido jugar con él, sin juguetes ni instrumento, solo con su cuerpo, lúdico perfecto: no dejo que se levante cuando cae al suelo, provocándolo en cada momento y en ese escarceo arrebatarle para mi alegría una sonrisa. Me gusta verlo enérgico y luchador para tratar de ponerse en pie. Él trata de esquivarme para liberarse de mis manos y no le dejo, entonces protesta, frunce el ceño, casi se enfada y yo lo disfruto en su rabia como en su salsa. Quiero morderle, chuparle toda su piel hasta hacerle daño, atenazar sus orejillas con mis dientes, devorarlo. Todo eso y más, en un esfuerzo para que no pase el tiempo tan deprisa sin dejarme la suficiente huella. Que lo sienta, que lo sienta y lo sufra, que lo viva y lo desee y que luego se vaya si se tiene que ir. Sí, si, seguro que tendrá que abandonarnos a todos y tomar uno de los caminos que yo señalé y que simbolicé para él: el del sur, hacia la arena y el sol, hacia el balcón donde su padre se asoma siempre que siente la llamada de la cuna. El del oeste, el camino de su madre, el camino de los que se van para no volver, el que persigue el sol hasta que se esconde. El camino del este, el del afán Mediterráneo, camino de la aventura y las oportunidades. Y al fin el norte: es el camino de los solitarios, de las montañas y los fríos, el camino para ir sin carga ni vehículo. Pero esto es igual, escogerá un camino que le llevará lejos o cerca, donde quiera. Hasta entonces, ni un rincón de su piel será un secreto, beberé de su aliento como de la fuente de su boca. Gozaré del aire que él embraveció agitando sus brazos. Seguiré como hipnotizado el curso de las piedras que arrojó al agua. Miraré al dedo que señala el lugar donde reposa el helicóptero como el lelo que se queda fijo ante el cristal. Correré con el carrito llevándolo por los caminos fuera del pueblo, hacia el bosque donde amarillean los robledales. Sentiré celos hasta la rabia de ese palo que eligió para jugar o de aquella rama seca que le arrebató a la tierra. Lo dejaré dormir sobre el cochecito para sentirlo más en mis manos que nunca. Así, a lo largo, laxo, como sin vida, pero a la vez alimentando tanto la mía, tanto. Vengo vencido de él y cuando llego a casa, cuatrocientos kilómetros más abajo, noto su ausencia como un pozo en mi alma, como una cavidad que agujerea mi pecho, tanto que si te acercas a él puedes ver al otro lado. Vengo vencido de él y en su última mirada hay un brazo, un gesto, un intento en vano de aproximarse a mí para tenerme, para cogerme. Entonces yo agacho la mirada, empañados los ojos, y me voy: bajo el ascensor, recorro el pasillo y pongo el marcador de nuevo a cero, como si todo volviera comenzar de nuevo, al estilo de un reloj de arena que damos siempre la vuelta sin saber cuando hay que detener. Y aferrado al volante, voy surcando la carretera un domingo más. Entonces, en la soledad del camino ocurre esto: “el perfume de su cuerpo, tan de leche y no hecho para durar ni para recordar, sino para huntarse en él en la más hondo de tu ser, para oler, se va poco a poco perdiendo hasta del recuerdo, pues no tiene consistencia más allá que el infinito placer de sentirlo cerca. Sus gestos que apuntan al cielo o señalan un caballo o un camión enorme o la luna transparente en el día, o sus manos que cogen las piedrecitas o agarran la comida cortada a girones, empuñan un cuchillo de cocina o abren un cajón, también ellos, sus gestos, se quedan con él. Y su mirada, no me habléis de su mirada, por favor, ardiendo como está ahora mi corazón en brasas. No me habléis de esa expresión que te busca y te ahonda, que te atraviesa. Hay veces en las que no puedo contener por más tiempo esa humedad de mis pupilas y miro para otro lado buscando al viento. Entonces, ¿que queda en mí de mi niño durante el camino de vuelta, que aún esté vivo? , ¿ es su perfume, sus gestos, su mirada? ¿ es esa sonrisa que le brotó de pronto como un cometa y que yo compartí por suerte?. Entre todas estas preguntas van pasando las indicaciones de los kilómetros. Poco a poco llego a Mérida a paso sobre el Guadiana para apuntar hacia el sur y pasar al lado del ocaso sin detenerme. Sobre la aspereza del asfalto voy arrojando por la ventana y en marcha, esas piedrecitas que recogió mi niño en el camino, una a una con alegría, para tirarlas después y esas piñas abiertas y misteriosas que juntó en el parque y su colección de lunas, de lunas transparentes y de lunas blancas como faroles. Como esta que juega conmigo al escondite detrás de los encinares en la carretera y que al mismo tiempo vela por mi niño mientras duerme.

 

 

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